A Artur Mas parece que no le importa lo que opinen sus administrados. Preso, probablemente, del "Síndrome de la arrogancia" se cree facultado para decidir sobre todo y optar por la política que él crea conveniente, incluso en contra de la voluntad de los ciudadanos. Es evidente que un dirigente que prefiere cerrar quirófanos a cerrar embajadas inútiles posee una inmensa y escandalosa carencia de democracia, pero es más evidente todavía que también podría padecer la enfermedad que el británico Owen ha descrito y tipificado con gran acierto.
Los gobernantes valencianos parecen presos también, de la "locura de los políticos": no han podido pagar en diciembre la Seguridad Social de sus trabajadores y han necesitado la mediación del Gobierno por el vencimiento de una deuda de 123 millones, pero se niegan a recortar en el ruinoso Canal 9 de televisión regional. De manicomio, por lo menos.
Si esos políticos enfermos estuvieran en su sano juicio, dimitirían inmediatamente, ante la evidente incapacidad psicológica para gobernar a un pueblo de hombres y mujeres libres. Deberían comprender (pero la enfermedad les impide asumirlo) que, sin el apoyo de los ciudadanos, que son los "soberanos" en democracia, un gobernante rechazado equivale a un tirano.
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